Es comúnmente entendido que los Estados tienen la obligación de asegurar el bienestar de sus ciudadanos. Para tal efecto, los Estados deben desarrollar una serie de acciones o prestaciones a favor de su población.
Uno de dichos aspectos consiste en el desarrollo de infraestructura “pública” y la prestación de servicios “públicos”. El énfasis en las expresiones “pública”/“públicos” se produce, porque justamente se entiende que existen una serie de activos (la infraestructura) y servicios, que intrínsicamente corresponden a ser producidos o proveídos por el Estado. Por ello se entiende que el Estado tiene una obligación en ese sentido.
Hasta hace unos 25 años aproximadamente, esta obligación estatal de desarrollar infraestructura pública y proveer servicios públicos era asumida –en la mayoría de los países– directamente por los Estados. Este contexto de estatalismo imperante, unido a la obligación de desarrollar y proveer infraestructura y servicios públicos; generó que los Estados asumieran directamente las actividades necesarias para el cumplimiento de dicha obligación. Ello explica en muchos países la expansión del Estado y la existencia de entidades estatales y empresas públicas dedicadas a tales fines.
En muchos casos se estableció además, que la intervención directa del Estado era exclusiva y excluyente del Sector Privado (monopolios legales).
Esta actuación estatal era financiada con recursos estatales provenientes del presupuesto público o, con endeudamiento (local o internacional), que era asumido por el Estado. Solo marginalmente el financiamiento de dicha actuación estatal provenía del cobro de cargos, tarifas o precios cobrados a los usuarios (población).
Sin embargo, en el tiempo se empezó a producir una brecha entre las necesidades de la población (de infraestructura y servicios) y la provisión de los activos y servicios brindados por el Estado.
Esto generó una crisis entre demanda y oferta, porque la población necesitada de mayores y mejor infraestructura y servicios públicos, no encontraba respuesta en el Estado, quien tenía serios problemas para expandir, mejorar o inclusive mantener la infraestructura y servicios existentes. Esto, primordialmente por problemas de organización y gestión, y de financiamiento.
En muchos lugares la actuación del Estado no podía expandirse más, debido a límites de ingresos (presupuestales) y financieros propiamente (de endeudamiento). En este contexto surgen las Asociaciones Público Privadas (APPs) o, “Public Private Partnerships” (PPP, por sus siglas en inglés).
Las primeras experiencias de APPs provienen de Inglaterra, en la década de los 90’s, cuando se abrió la posibilidad de que la inversión privada pudiera acceder al financiamiento de infraestructura y servicios públicos (que el Estado tenía a su cargo) . Originalmente no se utilizó la denominación de APPs o PPPs, sino la de PFI (“Private Finance Iniciative”).
Este modelo parece haber sido exitoso en Inglaterra, porque permitió al Estado aumentar la inversión en activos (destinados a la infraestructura y servicios públicos), sin tener que asumir directa e inmediatamente su financiamiento. Esto es, sin recibir impacto directo en su nivel de ingresos, sin afectar los tributos existentes y sin generar mayor endeudamiento.
En Inglaterra, el uso de APPs se ha extendido a una gama muy variada de sectores, incluyendo salud, transporte, saneamiento, defensa, justicia, educación, vivienda, entre otros.
El éxito de las APPs en Inglaterra, así como la crisis del Estado producida en diferentes países parece haber influido en la expansión de las APPs a nivel global. Hoy en día, las APPs se aplican en países desarrollados como Estados Unidos, Japón, Australia, Francia, Italia, Irlanda, España y los demás países de la Unión Europea. En países en vías de desarrollo tenemos ejemplos en Singapur, Sudáfrica, Argentina, Brasil, Chile, México y, por supuesto, Perú.
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